miércoles, 2 de marzo de 2011

LOS ÌDOLOS DEL ABSURDO - 1ra parte (José Antonio Ruiz)

Los ídolos de lo absurdo -exclamé- y sucumbí en el sofá inóspito de mi domingo.          
Una sonrrisa patética recorrió mi boca, como una araña o como esperma.
Entre el humo y el silencio obseno de la casa, el aire se convirtió en algo parecido a una nausea,
algo colmado de un placer impuro, un arte vesánica filosa y sin ruido.
como la sombra imperfecta de los poetas malditos.

La histeria lenta del insomnio devora al hombre
y sucita en él un rumor antiguo, un llamado de herencia animal,
una sed ancestral inscrita en la sangre.

La noticia se supo en la universidad como resultado de las averiguaciones policiales. Entrevistaron a algunos profesores y estudiantes con el fin de obtener cualquier pista que ayudara a esclarecer tu desaparición. Como era de esperarse, pronto alguien mencionó algo sobre los doce. Era normal que aquello de los doce les pareciera extraño, si algo tenía el grupo era lo extraño, lo raro era nuestro signo. Se entendía perfectamente que se despertaran algunas inquietudes.


Para esos días Cecilia se había empeorado y Javier se quedaba atendiéndola en sus fiebres, así que sin ellos y sin vos, solo nos estábamos reuniendo nueve, que recién terminábamos la reunión cuando nos abordaron los dos agentes asignados al caso. Naturalmente se inquietaron por que no mostramos señales de sorpresa ante la noticia, les explicamos que con alguien como vos -que había explorado a profundidad la palabra desaparecer en La máquina de los verbos absurdos- esa noticia no era ninguna sorpresa, que bastaba leer uno que otro párrafo de ese ensayo para saber que desde hacía mucho tiempo acariciabas la idea de des-aparecer y que con vos era así, así como escribías… Todos sabemos que el suicidio es parte de este inmenso circo.


A la hora de nuestras hipótesis todos nos mostramos muy colaboradores. Por ejemplo, Machado creía -interpretándolo de tu poema El farallón de los alacranes- que habías ido a los farallones de Cosigüina a saltar para desaparecer en las aguas del golfo. García opinaba que habías entregado tu cuerpo a la taxidermia, recordando un episodio en el que le hablaste de un disecador clandestino en las entrañas de la selva de Ziníca, a quien querías delegar la obra. La Margot por su parte decía que como el pobre poeta Garcín (1), te habías metido un disparo en la cabeza, pero a mi no me pareció, por que vos el pájaro no lo llevabas en la cabeza; sería más bien en el estómago, como se lleva un asco o algo que se tiene que vomitar, y en todo caso era algo más parecido a una araña peluda que a un pájaro azul. Así que yo propuse la hipótesis del harakiri farmacéutico; un poco porque así lo haría yo y un poco por la teoría de la araña, por que un buen combinado de píldoras se me ocurría como la forma más certera de ir directo al asunto, ahí donde se te hinchaba la nausea de ocho patas.

Pero a los investigadores no les gustó nada de lo que dijimos, arrugaban las caras y ponían unos ojos que hubiese sido mejor que se rascaran las cabezas. Todo cuanto dijimos les pareció descabellado, aunque nosotros en todo momento recalcamos que con vos era así, que se podía esperar cualquier cosa. Se fueron después de advertirnos que regresarían y aunque nunca más regresaron (por que pronto se sabría lo del manicomio), con su visita ya habían echado a andar la espiral especulativa alrededor de tu nombre.


A partir de ese día, tu historia comenzó a ganar gordurita en los pasillos de la universidad. No como algo que llega de golpe, más bien como algo que crece lento pero inexorable, como una sed; una especie de sed que se saciaba en la boca de las personas en el mismo instante en el que proferían tu nombre.


Entonces empezaron a circular algunos de tus escritos que entre nosotros habíamos logrado reunir para compartirle a los –cada vez más- interesados.


De alguna extraña manera, era como si todos, aún sin percatarse de ello, habían estado esperando que desaparecieras para luego gozarse en el morbo febril de tu retorcida historia. Incluso los que no te conocían, habían estado deseando sin saberlo, que llegaras a sus vidas, por el comentario de algún amigo o por una conversación en la otra mesa durante el almuerzo, que tus crisis, que tus euforias, que tus depresiones, que tus litios y en medio de todo: tus escritos. Era ese halo insano con el que llegabas, ese testimonio filoso que cortaba la respiración del más indiferente, el que despertaba un hambre vulgar por tus letras. Era como si todos hubiesen estado esperando que llegaras a escupirles las caras o a degollarles las almas con el talento de daga de tus palabras.


Al poco tiempo, algunos de tus ensayos se colaron en las oficinas de la revista universitaria que no dudó en dedicar cuatro páginas para acusar de vulgares e infames a algunos de tus ensayos, principalmente a La obesidad es la desnutrición de la mente. Veinte mil ejemplares de la revista distribuidos de forma gratuita en todas las universidades del país terminaron de hacer el trabajo. Un ruido obsceno recorrió los recintos. A partir de entonces, tu nombre comenzó a sonar deliciosamente perturbador en todos los pasillos del país, como la suma de muchos de escalofríos o una especie crujir colectivo.


La fiebre no fue menos cuando se supo que apareciste en las listas del manicomio. Tus escritos que ya gozaban de gran atención comenzaron a difundirse a velocidades míticas. Cabe decir: conmoción colectiva…La próxima vez que vaya al baño trataré de vomitar el alma. Una especie de cacería masiva se volcó tras tu rastro digital en la red. Tu blog, ese museo metafísico que dejaste a la deriva se convirtió en alimento de miles y miles de sitios web y de muros en facebook que replicaban tus letras. Dios: una inmensa sordera. En los círculos in-tel-ect-u-ales se hablaba de una rotundidad de consecuencias impredecibles, se escuchó hablar de Nietzsche, de Lautréamont. En Granada y en León algunos grupos literarios anunciaron su disolución colmados por tu escritura iconoclasta.


Pronto, la popularidad que ganó tu nombre y la acelerada difusión de tu pensamiento misantrópico y anárquico, generaron descontentos en algunas élites. La iglesia alzó su voz de templo para acusarte de hereje y de idolatras a tus seguidores. El gobierno en complacencia a la cúpula religiosa (y más allá de eso asegurándose de censurar tu voz que sonaba cada vez más fuerte) prohibió la continuidad de las publicaciones de los escritos que todavía realizabas desde el sanatorio.

Las fotografías eran bellas y se publicaron por todos los medios posibles. Desnudo, tendido en el piso, junto al colchón en el que yacía la sábana, en la que se alcanzaban a leer tus últimas palabras, que escribiste -como lo hizo el Marqués De Sade- con tus dedos y con tu propia mierda: No soy dios por que existo.

(1) Refiere al personaje de El pájaro Azul, cuento de Rubén Darío.


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El perseguidor, en la propia voz de Cortázar. imagenes de Charly Parker
 
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