miércoles, 6 de abril de 2011

Correspondencias extrañas (José A Ruiz) crónica?

Mientras pasaba la lengua por el borde almidonado del sobre, pensó que era necesario que noticias como aquellas fueran selladas de esa manera, con una firma más intrínseca que cualquier otra; con toda la sed de animal joven untada en el pegamento del sobre.

Se amarró bien los cordones y respiró hondo, porque antes de meter una carta así en medio de un libro de Bioy Cáceres, y salir a ponerla en el correo hay que respirar hondo y amarrarse bien los cordones. Uno no puede ponerse a pensar que se trata de un simple trámite de oficina postal, en Managua nunca nada es así de sencillo, mucho menos si se trata de  una carta escrita así, a corazón y rienda suelta.

Como siempre al salir, tuvo que pelear con el cerrojo para cerrar con llave la puerta. A esas alturas siempre renegaba por el tiempo perdido y por lo inútil que era delegarle la seguridad a una llavecita china y a una puerta que en cualquier momento se caía sola por la ambición insaciable del comején de aquel alquiler para universitarios. En cambio esta vez, cuando la cerradura dijo no, él sintió algo como un agradecimiento que le pareció absurdo y extrañamente reconfortante; como si ese breve lapso de tiempo que tardaría en cerrar, era en realidad un refugio, una última tregua, un último respiro que lo separaba de ese momento siguiente en el que tendría de una vez por todas que darse la vuelta y marcharse a poner una carta que lo cambiaría todo.

El sol todavía estaba amable, prefirió caminar, decisión que bien podría tomarse como  una última táctica dilatoria, pero para ser justos tambien se debe decir que hablamos de uno de esos raros especímenes que  encuentran deleite en caminar por las calles de Santiago de managua. 

Había crecido en Managua y sabía cómo pisar sus calles: así que no tuvo ningún inconveniente en atravesar un par de barrios del este de la ciudad, zigzagueando por atajos estratégicos,  para ponerse en menos de veinte minutos en el Mercado Central, donde se hallaba las oficinas más cercanas del servicio de correo.

No le pareció mal que fuera ahí, encontraba interesante la vida ajetreada y surtida de los mercados capitalinos, esos lugares coloridos que reflejan el pulso arrítmico y apresurado de las calles de Managua. Le gustaba recorrerlos de la misma manera que recorría la ciudad, admirando el virtuosismo de lo que él llamaba prodigiosa estética del desorden. Los veía como pequeños mundos en los que el caos y la belleza vivían alegremente y en completa armonía, lugares en los que la desorganización era precisamente el elemento que garantizaba  el equilibrio de todas las cosas.

El Huembes le pareció siempre el ejemplar más amigable de todos. Lo visitaba con cierta frecuencia, por lo general para comprar libros usados (las veces que cobraba el cheque menor de cuatro cifras que ganaba escribiendo en una revista cultural). Se pasaba horas rebuscando en las estanterías y los cajones llenos de libros de segunda y tercera mano, y luego se paseaba por largo rato recorriendo el resto del mercado.

Esa mañana, decidí pasar ojeando algunos libros antes de la diligencia de la carta. Quería inútilmente hacer tiempo antes del momento de las estampillas y la ranura del buzón, después del cual todo quedaría a merced de la correspondencia internacional.

Antes había conseguido tiempo convenciéndome de que una carta así -por su relevancia-  no podía ser enviada por el innoble curso de los correos electrónicos y que era necesario al menos el mínimo grado de formalidad que da lo escrito a puño y letra. Eso me dio dos días más, por que con mi letra es mentira, cuestión de dedicar cuatro horas por párrafo para llegar a algo inteligible. Pero incluso me hubiera gustado usar otro mecanismo que me diera aún más tiempo, no sé,  quizás una carta dentro de una botella y un mar.

Como siempre me metí por el lado de los de libros usados, unos  tramos que están ubicados a lo largo de un galillo que se abre desde la cara este del mercado, del lado de la pista (justo frente a la parada de buses que van de sur a norte, donde hay al menos dos casas de préstamo) y se desgaja hacia abajo,  flanqueando el CDI Claudia Chamorro por su costado derecho, hasta llegar a La COTRAN. En ese trecho, hay por lo menos siete puestos dedicados a la compraventa de libros de todo tipo, en los  que si se tiene tiempo y  vocación para sobrellevar el polvo-polilla, se tienen  posibilidades de encontrar algunas sorpresas interesantes o absurdas (como esa vez que encontré algo de Samel Beckett).

Yo conocí aquel punto por la intervención de un compañero de la universidad que me pidió que lo acompañara a vender unos libros de álgebra y aritmética que tenía en desuso desde la secundaria. Algún tiempo después de eso, cuando empecé a leer ya un poco en serio y la biblioteca de la universidad dejó de bastarme, empecé a recurrir a aquel lugar, habiéndome dado cuenta de que los libros nuevos salían muy caros y que eran un lujo reservado para las personas que ganaban bien y que trabajaban tanto que no les quedaba tiempo para leer. Desde entonces siempre recomiendo ampliamente visitar ese trecho del mercado, donde se puede encontrar cualquier tipo de material que se esté buscando.


_Qué pasó flaco! Vení ve lo que te tengo, me grita desde que me ve entrar. Es Marlon (el gato) desde su tramo, (el segundo a mano izquierda, frente a la Barbería Guevara),  que cuando me acerco me extiende un libro. Papeles inesperados de Cortázar, una obra póstuma publicada recientemente por Alfaguara que nuevo en las librerías anda por los quinientos córdobas. Un ejemplar en perfecto estado, impecable salvo la primera página en la que se lee: “Para un enorme cronopio, con gran cariño. León-Nicaragua, 2009”, seguido de una firma indesifrable.

Le dije que andaba corto de dinero, que me esperara para la próxima semana que me caía algo y él aceptó sin ningún inconveniente, no sin antes advertirme -como buen vendedor- que fuera pronto, que ya alguien más se había interesado por ése libro. 

Al igual que doña Yelba Martínez Cerda (La chela) y doña Rosa Pavón, (la del último tramo casi en la vuelta de la estación de buses), El gato siempre me ha conseguido a buen precio algunos autores que le encargo. Pierre Louis, Alphonse Donatien, Isidoro Ducase, por ejemplo son autores verdaderamente difíciles de encontrar y que asombrosamente he conseguido en esos tramos.

Ese día mientras recorría los lomos de los libros dispuestos de la manera más discrecional posible en las estanterías de aquellos tramos, repasaba mentalmente cada línea de la carta buscando en vano encontrar algo que lo obligara a aplazar su envío: algún error impermisible u omisión imperdonable que lo hiciera reescribirla. Pero no había nada más que escribir. Todo estaba clara y ampliamente explicado a lo largo de aquellas cinco páginas que había revisado con gran rigor antes doblarlas y meterlas dentro de aquel sobre.

Se había pasado toda la mañana excusándose en los libros como último recurso dilatorio, procurando sin lograrlo distraerse del tiempo, hasta que el tiempo se agotó. En sábado las oficinas del correo dejan de atender luego del medio día, así que debió dirigirse de una vez por todas a realizar el trámite postal por el cuál había salido esa mañana de su apartamento.

Estando en las oficinas del correo, cuando pasaba la lengua en la cara almidonada de la primera de las tres estampillas que debió pegar cuidadosamente en el sobre, pensó que era necesario que semejantes noticias fueran firmadas de esa manera; con toda la sed de animal joven untada en el pegamento.

0 comentarios:

Publicar un comentario

el perseguidor

El perseguidor, en la propia voz de Cortázar. imagenes de Charly Parker
 
Design by Free WordPress Themes | Bloggerized by Lasantha - Premium Blogger Themes | Best Buy Printable Coupons