Jose Antonio Ruiz
Me gustaba platicar con ella por que encontraba gracia en el desapego suave con el que me llevaba de un tema a otro. Era como que si ese desorden con que pasábamos de la patafísica a la crayología me servía para sacudirme la metodología, la cronología o cualquier tipo de ordenología inútil. Yo había aprendido que su habilidad innata para desinteresarse de lo que sea justo cuando comienza ser interesante, ese afán descuidado por hablar de otra cosa cada dos minutos, era perdonable si se tomaba en cuenta la miscelánea temática que eso implicaba. De cualquier forma, un pensamiento tan volátil como el de ella, no podía ser otra cosa que el reflejo de una imaginación muy virtuosa.
Una noche, estuvimos horas tirados en la grama de su casa, adivinando constelaciones, rebautizando estrellas y hablando de lo que sea. Discutíamos sobre la cosquillita que debe de sentir una luciérnaga cada vez que se le enciende la luz en la barriga, cuando de golpe me dijo
–Quiero brillar con luz propia–
Fue la primera vez que pude ver con claridad los hilos de la dialéctica asociativa con que ella miraba las cosas. Entendí que no había saltado el tema. Hablaba de lo mismo.De la luciérnaga, de la luz, de la cosquillita que suponía brillar con luz propia. Esa cosquillita que sintió Edison cuando se le encendió el bombillo que traía dentro. Ella quería sentir lo mismo.
Yo preferí no decir nada, ella también guardó silencio seguramente disfrutando de ese punto de inflexión. Y nos quedamos hasta avanzada en el cielo la osa mayor, callados, amenizados por un grillo arrítmico que destrozaba los tiempos como un jazz de Hawkins o la guitarra de Govhan.
Hoy, dos o quizás tres años después de eso, estamos celebrando sus 10 años.
-Cuando cumplás la docena te doy el piano- le digo, dándole el regalo.
-mientras tanto, otro libro- me dice ella, adivinando por el envoltorio poco ortodoxo
con que le empaqué su primer Julio Verne.